jueves, 13 de noviembre de 2014

DONES


Noviembre destruye las tardes reduciéndolas a una breve siesta. La lluvia gélida, casi negra, ahoga la calle adelantando la noche. Sentado cerca de la barra, leo respuestas de José Luis Puerto en un periódico local.

D. José Luis habla de dones, dones humanos, y de viajes, de viajes de vida sin camino de vuelta, porque vivir, dice, es un camino sólo de ida.

Con los árboles desnudos, recuerdo los días de octubre en la ribera. Árboles ardiendo en amarillo y copas ahuecadas de frío desnudándose en la orilla. Recuerdo el agua, que sentada sobre las piedras acompañaba el cauce sin arrollarlo y recuerdo los cauces, recorriendo su trazado libre de antaño, sin el hartazgo de la pantanada.


Acababa la fiesta y bajaba el telón por este año, con silencio de platea y bambalinas adormecidas. Las hojas verdes se volvían amarillas y las moscas amarillas del verano volvían a ser verdes de nuevo. Con olivas de borrasca, octubre parecía un abril rebobinado hacia el invierno.

El corte de caudal permite a estos ríos condenados por pantano, volver a sentirse vivos descansando de tanto arrastre. Los grandes cauces despiertan y se llenan de truchas comiendo arriba.




El final de temporada nos reserva días intensos. Colgados los bártulos, nos quedará esa mirada feliz de haber pescado bien. Soñando con el año que viene, decidiremos el arsenal que montaremos mientras esperamos. Arsenal de moscas triunfadoras, cambios de patrón para las repudiadas y modelos nuevos a innovar tras el torno del taller.


Continúa nuestro viaje, en él no hay camino de vuelta, dice D. José Luis, sólo de ida. Memoria y olvido son haz y envés de la misma hoja, verde y amarilla, que vive y olvida.

En el camino del tiempo los ojos humanos tienen un don, el don de crear belleza a partir de lo vivido. Pero la belleza sigue su propio camino sin poder atraparla, así que lo vivido vuela, viaja en bellos pañuelos con imágenes cosidas entre festones.

En octubre ya no hace fresco, hace frío, y las truchas sienten que este si es el final, que el verano acabó y el otoño será muy breve, que han de comer. Las truchas suben francas en un sueño hecho realidad. Los árboles en llamas se desvanecen en la orilla, sólo queda la roca sobre el agua que canta.

 
Pongo mi fe en un sólo credo, ese que reza que todo lo que existe, deja algún tipo de vibración en el cosmos. D. José Luis insiste en ello y afirma que los humanos poseemos otro don, aun mayor que el anterior: el don de resucitar el olvido.

Ese olvido mohoso y gris que sólo revive a través de una cierta forma de memoria: la memoria afectiva. Los recuerdos que amamos de alguna forma resucitan, el amarillo del olvido regresa al verde de la memoria, lo caduco renace nuevo, lo lejano se acerca, lo oscuro resplandece.


Hago memoria de mis pasos sobre el agua, de los ríos vividos y los momentos amados. Ya no recuerdo algunas escenas, se han vuelto pañuelos de seda que ya no me pertenecen. Lo vivido se ha vuelto belleza, belleza que me visita, belleza que amo, belleza que cura.

El territorio del amor es territorio de resurrección. Cierro los ojos y extiendo al compás un bucle sobre la corriente, una línea de vida que presenta la mosca sobre los recuerdos resucitados al otro lado del sedal.


Tras un golpe de muñeca el recuerdo que amamos coletea en el agua. Rendido y orillado, escapa del olvido y regresa al río, allí seguirá viviendo.

Quiero volver cada día. Y cada noche vuelvo, en secreto.

Respirando, reviviendo, resucitando.

Bebiendo de los dones, bebiendo del río.