Los chavales no pegan ojo desde hace días. Hay muchos kilómetros de orilla para investigar y los primos están felices. La ilusión de descubrir qué hay en la siguiente orilla mantiene la chispa en sus ojos. A los tres nos basta con ver los barbos y emboscarlos antes de que huyan para llenar el día, los tres masticamos el veneno.
Con el agua alta y las orillas enlodadas no se puede hacer mucho. Sentados en la ladera su madre nos reparte cecina y queso para continuar la guardia. Las ondas marcan otro pez que se acerca hacia nosotros. Cuando nos alcanza lo miramos, no es un barbo, es un enorme bass vagueando por la orilla.
En la tercera pasada apuramos la cucharilla cerca de la boca... mordió!!
Encuadro la foto que soñamos cuando teníamos nueve años. La escena se contará mil veces y en cada ocasión será un pez más grande y una pelea más épica. El veneno de la pesca provoca estas fiebres y deja una dulce resaca tras viajar allá donde fuimos felices sosteniendo nuestro sueño con las manos.