sábado, 14 de abril de 2018

SUERTE DE RÍO

Estaba programado desde hacía mucho tiempo. Una fecha elegida con suficiente antelación para diseñar y reposar la estrategia.
El goteo constante de fotos con peces fabulosos no parecía creíble a este lado del charco, pero era cierto, no hacía falta salir de la península para clavar truchas así.
No quería esperar más, si lo hacía, tal vez el paraíso desapareciera sin haberlo visitado. Estaba decidido, el inicio de temporada del 2018 sería lejos de la meseta, más allá de los ríos más lejanos que visito en verano.


A las incertidumbres del viaje se sumaba una incógnita importante: ¿sería posible engañarlas sólo a seca?.
Nuestros anfitriones afirmaban que sí, aunque "Habrá que andar muy fino, para poder intentarlo".


Didac sería mi guía de pesca y como los buenos guías, su trabajo comenzó mucho antes de que yo pusiera un pie en el río. Las horas de observación acumuladas le permiten señalar con seguridad los puntos calientes, las posturas exactas, las derivas y las horas, y lo más importante, que comen estas truchas y cuando lo hacen.


Como los alumnos aplicados, yo llevaba meses preparando el petate. Los montajes serían una de las claves del viaje, y debían ser únicamente secas, así que cada día robaba un rato al sueño para un nuevo muestrario de i+d+i junto al torno.


Durante esos meses, las moscas viajaban por correo y Didac las presentaba en el banco de pruebas del río donde las truchas decidían con severidad. 
Un sí o un no descartaba un modelo o daba la pista para empezar uno nuevo, repitiendo en serie diferentes tamaños y colores para cubrir todas las situaciones. 
Después de muchos meses y muchos descartes pude por fin cerrar la caja. La suerte estaba echada.



Pero este viaje era mucho más que un petate de pesca para enfrentar un río. Este era un viaje en familia con compañeros en familia. Un grupo numeroso compartiendo techo, que resultó ser mucho más que un grupo de familias que coinciden para compartir alojamiento.



Cuando estuvo completo, el grupo era una nueva familia. 
Una familia que pesca, que disfruta del río y fuera del río. Una familia que mantiene vínculo cuando el viaje ya ha terminado. 
La fortuna de formar parte de una familia así, es la fortuna de viajar en el mismo río, al mismo tiempo y hacia el mismo lugar. Ese tiempo que corre como el agua, en una corriente que nos empuja mientras la pescamos.


Estas truchas no dan una segunda oportunidad.
Soportan una presión de pesca diaria durante todo el año y están hartas de ver novatos y profesionales a pocos metros cada día. Conocen bien los vadeadores y saben con el primer lance si vas a tener o no alguna opción.


Después de ver pasar toneladas de ninfas de todos los pesos y colores no están dispuestas a moverse un centímetro si no están seguras de que lo que van a comer es real. El desafío de pescarlas sólo a seca se había convertido en reto muy ambicioso.





Metido en la tabla hasta la cintura, con una deriva endiabladamente retorcida, un grupo de truchas trofeo comía sin detenerse. Eran más de las que nunca he visto juntas, estaban a pocos metros y accesibles a cualquier lanzador medio, pero mostraban la máxima exigencia. Sólo subirían a una mosca idéntica a la natural, colocada en el lugar exacto y con la deriva perfecta. No cometerían ningún error.


Mientras Albert y Sebastiá insistían en la corriente, yo seguía parado en la tabla cada vez más rodeado de grandes peces.
Las truchas y yo nos mirábamos a los ojos y no era sensato. Ellas sacaban la cabeza para comer y al mirarnos, la parte emocional de mi cerebro me disparaba el pulso y me dilataba las pupilas.


Decidí desconectar toda sensación y dejar el control del lance a la memoria del cerebelo, esa que guarda los movimientos mecánicos y las rutinas. 
Pulgar a mano izquierda sacando línea y antebrazo derecho elevando el bucle hasta notar el tac. Lo he hecho mil veces antes, durante años, sé que puedo hacerlo sin pensar, sin sentir, sin respirar, de manera inconsciente. Su mirada no puede alterarme, porque no soy yo, es mi memoria quien lanza.


El ritual mecánico de lanzar sin sentir deshacía el hechizo. Colocaba la mosca donde mi memoria elegía y entonces surgía una enorme boca blanca, monstruosa, que se cerraba lentamente.
Al clavar, mi cerebro se reconectaba súbitamente y un sofocón eléctrico me recorría el cuerpo.
Durante los muchos minutos de pelea, ellas saben bien que han de hacer, que corriente elegir, sobre que piedra rozar y no tienen prisa, si la tienes tú, estás perdido.




Son truchas guerreras y desconfiadas que han aprendido a escapar partiendo el terminal en una arrancada, bajo un árbol caído o en la orilla mas cargada de maleza. Te obligan a pensar muy deprisa y a anticiparse jugando rápido tus cartas. Sólo así, de vez en cuando, éramos nosotros quienes ganábamos.


Una familia que pesca no se divide entre pescadores y acompañantes, porque todos celebramos cada noche las pequeñas victorias que nos reconfortan, reviviendo juntos los lances con la misma cara de asombro.

Conocernos junto a un río, compartir la pesca, sembrar un recuerdo y sentirse cerca a pesar de la distancia, es mantenernos unidos por un sedal invisible que conserva la tensión al otro lado de la línea.

Cuando esto ocurre, en la familia lo llamamos “suerte de río".


Fotos: Marc Méndez y Álvaro de la Puente.

2 comentarios:

  1. No tengo palabras amigo. Después de leer esto, la emoción es comparable a la adrenalina segregada cuando notas a una de las truchas que describes prendida al otro lado de la linea. Lo siento, no se expresarme mejor para poder describir lo que siento, aunque se que muchos lo entendereis. Hazme un favor amigo, te lo ruego, no dejes nunca de escribir ;-)

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