lunes, 18 de diciembre de 2017

OLOR A PIEDRA

Cuando alcanzas por fin ese pueblo perdido en el mapa, entiendes por qué ha merecido la pena.
Sus casas aun en pie hablan de otro tiempo y son la respuesta a un clima retorcido y a las estrecheces de una economía de supervivientes.
El abandono se las come despacio, pero los materiales resisten gracias al esfuerzo de los valientes que las construyeron y plantaron aquí cara al frío y al aislamiento. Son cultura viva de lo que fuimos, de lo que somos y del lugar de donde venimos.


 

 
 

Los materiales son tan comunes que se mimetizan con el entorno, así que cuesta apreciar que su humildad esconde un universio propio y original. 
Quicios a medida, lajas remordidas, cantos en crudo, ventanucos modestos y una interminable variedad de tiradores, cierres y manillas. Todo con el sello personal de carpinteros, losadores, canteros y herreros de pueblo (muchas veces el mismo vecino) e infinitos detalles manoseados por generaciones de manos agrietadas por el trabajo. 





Alzando la vista, el paisaje se desdibuja y se rompe en pedazos. Una mole sintética se eleva como una mala hierba sobre las ruinas. Un vecino se acerca y te cuenta orgulloso que al fin han terminado de “arreglar” la casa. 
Cemento, cotegrán, alicatados brillantes, chapa galvanizada o ladrillo cara vista... cualquier recurso es bienvenido si esconde la arquitectura original. Se trata de imitar el estilo urbano de la capital,  porque como dice otro vecino: “eso de la piedra es para las cuadras”.


Quizá estas moles sean obra de un forastero despistado, nuevos vecinos que no saben nada de etnografía, ni del patrimonio cultural de los pueblos, forasteros que se equivocaron al traer un albañil de la ciudad.


Pero resulta que no, que es al contrario, la mayoría de ellas pertenecen a vecinos o hijos del pueblo para los que “arreglar” es renunciar, despreciar y esconder las piedras.  

Estos muros de piedra y barro guardan la memoria de sus habitantes. Tras ellos se sufrieron las penurias de sembrar y criar a la vieja usanza, pero también los días de fiesta, de rezos, de calor frente a la llarera, de nacimientos y despedidas.
La emigración se llevó a los hijos del pueblo, dejando las casas y sus escasos bienes congelados en el tiempo. Cubiertos de polvo siguen intactos, colocados en las estancias esperando a que sus dueños regresen en cualquier momento. 
Pero nadie quiso volver. Una tierra pobre que daba un pan oscuro, cosechó olvido y ausencia durante décadas, y las piedras, incapaces de huir, quedaron como las únicas supervivientes a la emigración.

Entre la despoblación y el silencio, algunos descendientes han vuelto a tomar posesión de sus pequeñas herencias de piedra con intención de renovarlas. Pero no hay orgullo ni añoranza, sólo material de derribo para la memoria.



El verano es el momento de levantar una nueva planta que se trage las piedras repudiadas. El resto del año que se ocupe el tiempo y la humedad de arruinar las casas que aún quedan en pie, las de aquellos que no tienen dinero para “arreglar”.
Se esconden los recuerdos y se enseña la nueva obra a las visitas. Que se note lo bien que nos va en la ciudad, lejos de esa vida de antes que no queremos recordar.

De vez en cuando, algún viajero se aleja del camino y se deja caer por el vecindario. Paseando las calles rebusca tras los portalones y las tapias y se decide a comprar una ruina tras la maleza. 
Para conseguirlo intentará localizar a los herederos que se repartieron la casina de la abuela. Meses de llamadas, acuerdos y desacuerdos con familiares lejanos incapaces de colocar su pueblo en el mapa. Una oportunidad de sacar los cuartos a un forastero loco por las piedras.


Porque el viajero conoce bien el olor a piedra. Lo busca cada vez que huye de la ciudad y lo guarda como un elixir sagrado que permanece en el tiempo. 
Con sus manos recorre las últimas paredes sanas y se siente un hombre afortunado. Enamorado de su olor, reconoce el paso del frío y la solana en ellas y el centenar de arrugas que han dejado los años.

Recluta manos e ideas para reconstruirla con materiales humildes, devolviendo la dignidad a la casa que se propone mantener viva al menos cien años más. La casa resucitada crece y se levanta sobre nuevos sueños, y los muros reciben nuevos amores que se posan en los resaltes de la piedra.
 



Los muros recuperados se compadecen ahora de sus vecinos, esos que les sacan dos plantas de altura pero que perdieron su olor a piedra vencidos por el progreso.

Y así, cuando el día se acaba, las piedras descansan bajo un techo nuevo a salvo de la noche.
La casa del viajero siempre huele a piedra, a piedra viva y a madera nueva. 
Pero no es la casa quien huele, es el viajero quien da olor a su casa.



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