lunes, 22 de junio de 2015

RÍOS PENDIENTES

Cuando a principios de los noventa pesqué por primera vez en estas montañas, apenas tenía referencias del río que cruzaba el valle. Aún era estudiante y recuerdo el viaje con tres amigos, en el Renault 12 amarillo de mi padre.
Repetí a solas muchas veces, pero el día no daba más que para un par de rincones a la salida del pueblo. Aquel coche clásico era ideal para las comarcales y siguió llevándome a muchos ríos hasta que cumplió los 33.

Unos años después, me hablaron de otro río, aún más caudaloso e inhóspito al otro lado del puerto. Dos ríos separados por un puerto, que nacían en las mismas montañas, pero que escogían valles opuestos para correr hacia el mar y pertenecían a confederaciones diferentes. 


Ahora mi coche es más moderno, pero las comarcales apenas han cambiado, así que ir y venir en la misma jornada aun sigue siendo un trayecto largo. Afortunadamente mi amigo Alfonso rehabilitó una casa en ruinas en el centro del valle hace unos años. Teníamos así, base de operaciones para explorar a fondo cada rincón de ambos ríos, en un pueblo con apenas 3 habitantes. La hoja 1:50.000 colgada en la pared muestra multitud de afluentes y arroyos en un área de más de 500 km cuadrados.
Cada invierno marcamos objetivos en largas travesías entre matorrales y nieve buscando nuevos ríos. Y cada verano, visitamos cada punto marcado en el mapa con o sin caña, para confirmar caudales y posibilidades de pesca.


Cada temporada volvemos, con el recuerdo de las truchas pescadas, ilusionados con tramos nuevos, cosechando decepciones y sorpresas. Pescamos pasando la mosca por cada afluente y cada arroyo, anotando capturas, condiciones climáticas y los modelos más exitosos, siempre a seca, año tras año. 

El río grande que da nombre al valle sigue dando tramos nuevos cada temporada, parece inagotable. Pero soy pescador de río pequeño y aún me quedan muchos afluentes sin tocar, así que en medio del bullicio de los ríos leoneses, abarrotados de competidores y forasteros, me escapo a tres ríos secretos cuyo nombre casi no recuerdan ni en la comarca.

Del primero sólo conozco su cabecera, que serpentea por prados de montaña con su agua parada. El año pasado, cuando el calor apretaba en el verano, me regaló buenas truchas y me faltaba conocer la parte baja.

El río cae por la ladera a bocajarro, con corrientes que apenas remansan. Empiezo desde abajo, sólo un par de metros de ancho y en algunos puntos, las rocas lo estrangulan en un palmo de cauce acelerando el agua.

 
Es una selva impenetrable y lanzar, un milagro agotador. Esperaba un cauce de alevinaje, lleno de truchitas, sin embargo las pocas truchas que veo son de buen porte. Sorprende ver truchas de más de 30 cm. en un cauce así, solitarias y lentas para comer. 
Una ventana entre las hojas las ilumina mientras presento a pocos metros de mi pecho, tumbado como un comando. Suben, pero no clavan bien o se sueltan. Las ramas no me dan espacio de clavada y tras el revolcón no consigo llevar ninguna a la mano.


Retiro las ramas que esconden la mochila bajo las raíces de un abedul y me cambio de ropa. He de volver al pueblo vestido como llegué, un senderista despistado en botas de montaña y el vadeador apretujado en el fondo de la mochila.

A los pocos días cruzo el puerto y cambio de cuenca. Este afluente lo conozco bien en su parte baja, justo hasta las cascadas que cortan el acceso a la parte alta. Tiene muchas truchas, negras y rápidas.


Por eso decido dedicar la jornada a la cabecera, aguas abajo del pueblo, cerca del nacimiento. Cruzo tapias de losa y zarza y me interno en la selva hasta las cascadas. Arañado, con la sacadera desgarrada y el vadeador ametrallado de pinchazos llego al límite del río, allí donde el agua se despeña.
 

Las estrechas cascadas descargan en pozas con posturas perfectas. Imagino las truchas pequeñas en el culero y la reina del pozo en el remanso que deja la chorrera. 


Pero no hay nadie en el agua, ni un pez, poza tras poza, todas están vacías. Tengo que subir un buen tramo hasta que el agua se serena y forma tablas y raseras. Allí están ellas, al fin empieza la acción.
 


La primera trucha sorprende por su librea. Una paleta de rojos que no he visto nunca por aquí. Grandes halos blancos y pintas rojas en la dorsal, la adiposa y hasta la anal. Absolutamente distinta de las truchas del tramo bajo.
No es una excepción. Todas las truchas del tramo son iguales, con ese rojo encendido que sólo he visto en Pirineos y en el Tormes. Sorprendente.



La librea sorprende, su bravura no, son fuertes y luchadoras como en toda la comarca. Puro nervio acelerado buscando defensa en las raíces y descolgándose por la corriente buscando partirme el bajo. Si hace falta, se lanzan hacia mis pies para aflojar la tensión y que el anzuelo sin muerte caiga sólo. Disfruto como un chiquillo. 


En cada posada susurro un deseo con el cuerpo inmóvil y al clavar grito a carcajadas mientras me pongo de pié. Ya en la sacadera las piropeo y al dejarlas ir, me quedo mirando como quien despide en la estación a un viajero añorado. 
Hasta pronto princesa.

La boca de la última trucha es extraña. Parece una cicatriz curada, ¿tal vez una vieja pelea con una cucharilla?.
Un ladrido de perros me alerta. A mi derecha veo una casa entre las ramas, huertas y la iglesia al fondo. No me había dado cuenta, pero estoy en medio del pueblo. El tramo ha sido con muerte hasta la nueva ley regional, así que devuelvo al agua a mi amiga, una superviviente que grabará su lucha contra el acero en los genes de la próxima freza.


Por hoy es suficiente. Vuelta a casa, ducha y descanso en el lodge junto a Raquel. Sin más civilización que la farola oxidada de la iglesia, el pueblo abandonado y en ruinas, desnuda nuestra mente y deja el alma en cueros frente al silencio que llena el aire. Una vía láctea espléndida cubre nuestro sueño y nos recuerda lo poco que importamos para que el cielo siga girando.

Nueva mañana, nuevo sol y nuevo río por descubrir. Recuerdo su caudal torrentoso de invierno y quiero conocer su agua de primavera. Esta vez el pueblo se instala en la desembocadura, por lo tanto, tengo kilómetros de valle y aguas puras hasta la cabecera. Las huertas ocupan la vega. Fortificadas frente a corzos, venados y jabalíes, cuatreros que asaltan la verdura de noche.


Asciendo pescando al agua. Cuanto más subo, más caudal encuentro. Pequeñas presas de verano, armadas con palos, tapines y losas, detienen el agua y la separan del río por acequias de riego escavadas en la tierra. La red de canales tiene más kilómetros que el propio río. En ellas los alevines engordan a salvo de depredadores y las truchas suben de noche a los prados inundados, para desayunar proteína fresca entre la hierba.


El final de los canales vuelve al río en un laberinto de cascadas y entradas de agua. La tierra rezuma agua por todas partes. La belleza de este lugar sobrecoge. Este río tiene una red de vida enraizada en el valle, las huertas y el pastoreo que disparan la productividad. Lo natural y lo humano caminan juntos entrelazando sus dedos.


Van saliendo truchas, de nuevo negras e invisibles. Son las más grandes de todos los afluentes del valle. Hermosas truchas que buscan lo profundo y lo oscuro del pozo para desaparecer.


Una vez dentro del túnel del río no hay salida. El cauce cada vez se encaja más en la roca y sólo queda seguir subiendo. Superadas las cuatro primeras represas, el agua se calma un poco. Tablas largas con orillas bordadas de alisos. Embobado en el agua, me noto observado. Incómodo, levanto la vista y un hato de ovejas murmura en el pasto. No sé quién de los dos está más extrañado, ¿qué estarán pensando?.


Llega la tarde y como cada jornada por estos valles, el viento cesa. Estos años me han enseñado que aquí las truchas no son de almuerzo, son de cena. Hasta que la tarde no oscurece el tramo y el aire se calma, no llega el  tempero que la mosca necesita para salir. Estas eclosiones tan tardías surgen con los vecinos de recogida y los pescadores camino de casa. 

Las truchitas se esconden porque sus madres se colocan para comer. Eclosión y cebadas de manual, como en cualquiera de los grandes ríos que pescamos en verano. He llegado a la hora justa, así que lanzo suave porque comen despacio. De rodillas en el culero de la tabla, su rabia en la lucha me dice cual es la diferencia con los otros ríos: ellas no me esperaban.


Un par de buenas piezas, dos revolcones más y una rotura. Aquí lo dejo. Queda mucha agua río arriba, pero el día no da para más. La próxima vez empezaré aquí, bajo la rama seca donde las madres comen, donde nacen los sueños que nos alivian el invierno.

Cuantos ríos por andar, cuantas truchas por tentar y lances por soñar.
Cuanta vida, aún por saborear.

5 comentarios:

  1. Precioso relato, en tu linea como siempre. Un saludo.

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  2. Es lo que más me gusta de la pesca con mosca, queda tanto por aprender, tanto por pescar.

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  3. Tu sigue así y llegará un día que tus relatos serán sustitutivos de una gran jornada de pesca!!!. Hazme un favor amigo, no dejes nunca de escribir. ;-)

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