domingo, 1 de febrero de 2015

EN VOZ BAJA

La iglesia es grande, con esquinas de piedra y grandes paños blancos enmarcados en losa de pizarra. Una pequeña tapia da paso a la pradera, a modo de jardín bien segado, donde alguna beata curiosina mima un puñado de pensamientos.


Coronando la nave central una veleta artesana, algo escorada ya, sobre un pináculo barbudo de liquen. Tiene un gallo de herrero y un crucero con vocación de reloj. Es lo último que veo del pueblo cuando me alejo. Levanto un alambre de pastor eléctrico que cierra la calle y tomo el sendero que  lleva a los pastos.


El pinar que cubre la ladera termina sobre una pista nueva. Más abajo, la línea de chopos indica un cauce que ha de discurrir valle abajo hasta la garganta que crucé esta mañana. Con el pantalón de cordura, las botas de montaña y la gorra de runner parezco un montañero más. Chaleco, vadeador y sacadera están escondidos en la mochila, ni un solo rastro de pescador que pueda amenazar el tramo. Sólo un tubo rígido sobresale de la mochila que aparenta ser un trípode de la cámara que llevo en la mano.


Compongo mi mapa mental y las pistas que he memorizado por teléfono. Busco el río que me ha disparado la imaginación todo el invierno. No lo he pisado nunca, pero lo conozco bien. La cascada bajo el muro de roca, la línea de árboles que hay que seguir hasta ella y la tabla lenta abierta en la pradera. Todo está en mi mente, a punto de transformarse en una imagen real.

Camino varios kilómetros y si se cruzan, escojo el sendero menos transitado, siempre hacia el oeste. Entre genistas en flor y escobas altísimas, la cresta rocosa me guía. 


Dejo el arroyo norte a mi derecha y comienzo a descender al fondo del valle. Las esquilas suenan cada vez más cerca, en pocos segundos vacas rojizas y pardas salen del muro de escobas. Se paran al verme y dudan, no soy el vaquero con la sal, ni un paisano buscando su vaca parida, paso de largo atrayendo miradas de vacas al tren.



Al fin encuentro el cauce. Está blindado por los alisos y la roca, pero no me sujeto. Desaparezco en el helechal y vacío la mochila. Cambio de vestuario y escondo bien la ropa bajo el tronco seco de un abedul. Me interno en la jungla. Busco un pocito con un mínimo recorrido para la caña.


No hay actividad, sólo un tramo lento de agua helada cortado a cuchillo en la roca. Una mosca veterana debuta sobre el pozo y tras insistir, surge el bocado de una pequeña trucha. Es una prueba de fe. Ahora sé que tan arriba, a pesar del aire revuelto, hay actividad. Estamos en julio pero el frío no da tregua y encadena borrascas.


Sigo subiendo.  A la vuelta de un morro de roca se abre la pradera que buscaba. Está repleta de vacas que han traído hasta aquí los jatos del año, mientras unos sestean la primera rumia, otros aún maman de las madres.


Donde gira el valle acaba la línea de escobas y se abre el cauce.
¡La encontré!, es la tabla abierta en la pradera.
¿Serán ciertos aquellos secretos en voz baja? 
¿Seguirán aquí las truchas de este invierno?

Ya lo creo que sí.
Patrullan la orilla y se reparten los puestos de descanso. Estoy oculto en la hierba, tumbado tras unas espartinas, pero dos de ellas me han visto y desaparecen. Esto va a ser difícil de verdad.


Trico verde de riñonada en flor de escoba, lo más clásico y realista de mi caja plagada de materiales nuevos. Parado sobre el agua parada, el trico espera. La curiosidad puede con ellas y aunque veo el fondo perfectamente no las veo llegar. Suben tan lentas que se me para la sangre. Algunas sólo prueban, pero otras muerden y clavo decidido. Son todo nervio y su rabia acaba soltando el anzuelo o partiendo el bajo. Mi grito acaba en carcajada de satisfacción… siiii!!!!


El recuento de peces es breve. He orillado algunas pequeñas y sólo quedan tres días para cerrar temporada, la oportunidad para tentar a las grandes de verdad se esfuma.

Cuando cruzo el pasto se revolucionan decenas de saltamontes. Si el próximo julio aprieta el calor… traeré un menú de foam.


Este año no hay tiempo de volver, pero conozco el secreto, así que  volveremos a vernos el próximo verano. Mientras tanto, imaginaré la emboscada secreta planeando cada detalle sin levantar la voz, siempre en voz baja.

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