miércoles, 8 de enero de 2014

OASIS


Final de verano. La cama cubierta de ropa y una maleta mediana para dos. En el centro del equipaje, vadeador y botas de clavos junto a camisetas de colores y algún bikini sobre un empeine Made in Montana.
No soy de playa, las parrilladas bronceadoras no son para mí, prefiero las rocas donde espiar a los cangrejos con la bajamar. Pero nuestros anfitriones bien merecían una visita a esta esquina del mediterráneo. 


El horizonte es inmenso, la luz de Sorolla y los tonos dalinianos iluminan el amplio escenario donde descansar. Desayuno en la terraza, arroces negros, bañador y toalla al hombro. Ahora que el alemán ya no está de moda el ruso domina todos los carteles anunciando mariscadas y apartamentos en primera línea de playa.

Tráete el vader que uno de los días nos escapamos”. Dicho y hecho, al primer síntoma de sereno abandonamos la piscina. De camino, Marc confirma los permisos en la aplicación del móvil y tomamos la salida de la autopista para entrar al pueblo. A la orilla del polígono industrial aparece el río, un cauce recuperado lleno de inmigrantes repobladas.


Es un rio grande y no le encuentro las posturas, así que lo despiezo mentalmente en un mosaico de pequeños cauces que corren juntos. Mientras hay sol las truchas pequeñas ocupan sitio preferente, pero cuando baja la tarde aparecen las dueñas del río. Surgen peces magníficos del agua y vuelven a ella sin juzgar su origen. 



Repetimos jornada desde la mañana y toda una flota de submarinos desfila ante nosotros. Se nota su origen gringo, porque al clavarlas se arrancan al estilo rodeo con vistosas acrobacias  arcoíris. 

Hemos visitado el parque de atracciones, pero Didac quiere enseñarme otro río, su rincón secreto, el que ocupa cualquier rato libre en mitad del vértigo diario. Así que muy temprano dejamos atrás millones de habitantes apretados junto al mar y seguimos la deriva del tráfico. La torrentera de la autovía atraviesa un paisaje fresco pero con olor mediterráneo, una nueva mezcla. La Cataluña costera huele a mar, torrente y riera.

El monte se espesa y enmaraña el río como el tejido de un cesto que rezuma agua. Las truchas también son turistas aquí. Peces centroeuropeos aclimatados a su segunda residencia que se ceban, se colocan y se esconden. Las pescamos inmóviles como sombras bajo el dosel de la jungla.


Didac camina despacio, entregado a la pesca. Concentrado, desliza los pies como un torero mientras revisa el agua con la lengua asomada entre los dientes. La memoria le hace sonreír porque sabe que cada chorrera esconde una nueva oportunidad que espera con toda la ilusión.  



Estamos a pocos minutos de la gran ciudad, allí triunfa quien mejor se exhibe pero aquí las truchas se esconden, sólo muestran su mordisco un momento. Como bayas de la eterna juventud, sus escamas lucen ocelos rojos, el condimento necesario para saborear cada instante.




No importa la geografía, la ruta de entrada, las moscas o la cultura que rodea al río, la pasión es igual en todas partes. Ahora entiendo a Didac y su devoción por volver a este rio una y otra vez.
Aquí encuentra el brebaje secreto para sobrevivir a la gran ciudad, el antídoto contra la vida sintética, su oasis de realidad.


5 comentarios:

  1. Vale ya tio, te pasas. Que grande eres! He saboreado dada palabra.

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  2. Vaya relato de pesca, de lo mejor que he podido leer. Lo comparto porque merece ser leído. Enhorabuena.

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  3. He de reconocer, y por eso no lo hago en facebook, llámalo vergüenza, pero casi se me saltan las lágrimas. Eres GRANDE!!! muy GRANDE amigo!!!. Ademas quiero decirte que contigo la palabra "amigo" luce en su máximo esplendor. Mi familia y yo somos gente muy afortunada, gracias por ser nuestro amigo.

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