sábado, 9 de junio de 2012

BALDOSAS AMARILLAS

Ha llegado el tiempo amarillo. Apresuradamente cargo el maletero y abandono todo por un día. De camino, el aire condicionado me obliga a bajar las ventanillas y el olor de las retamas de la mediana inunda el aire. Sus tallos en flor marcan un camino de baldosas amarillas que me llevará al mágico mundo de Oz.


El corazón de Castilla parece un paisaje de highlands y campiña donde una pareja de aguiluchos parcela el cereal con tiralíneas y espera un descuido que descubra el desayuno. No puedo dejar de girar la cabeza para mirarlo todo. El verde se mancha de rojos, amarillos y tímidos violetas.

Las amapolas reivindican la acampada libre. Allí donde no llegan los herbicidas de la agricultura intensiva, plantan su bandera roja. Su espíritu bohemio las hace crecer sobre terrenos removidos y olvidados sucediendo generaciones con enorme rapidez.
Durante el siglo veinte, los campos de batalla europeos se cubrían de amapolas tras los bombardeos. Sus pétalos rojos crecían rápido sobre la tierra removida por las bombas y para sorpresa de los vivos, aquellos cráteres parecían teñirse de sangre por segunda vez.



Aparco bajo una chopa y salgo de puntillas como quien se cuela en una ópera que ha iniciado el segundo acto. Un mar de trigo se extiende en todas direcciones hasta el límite del horizonte. Los juncos esconden el cauce, pero la fe no duda que bajo ellos duerme el espíritu amarillo del agua.



Guiado por la torre de la iglesia, arranco de nuevo y despacito surco los trigales. De entre las olas salta una pareja de perdices. Regordetas y aceleradas mueven sus patitas rojas delante del coche. Las sigo hasta que se zambullen en el agua verde.



Estos ríos secretos manan de acuíferos profundos y discurren por mesetas cuyo interior es un gran queso calizo agujereado y soluble. Esta matriz caliza retiene el agua a modo de esponja porosa y la va soltando de manera constante durante todo el verano.
Los chalk stream españoles son abundantes, pero sus orillas no mantienen praderas impecablemente segadas, ni coquetas casetas de madera donde parar a tomar el té. Son adustos, descuidados y tan escondidos que son desdeñados por los mosqueros.

El  mago de Oz sólo los muestra a aquellos pescadores capaces de abandonar su vanidad reptando por un gatero, arrastrándose humillados y cubiertos de arañazos, para entrar en el jardín privado de las hadas amarillas.

La primavera lluviosa ha terminado. El nivel del río vuelve al punto que marca el invierno anterior. Un invierno seco como este deja poca reservas en el acuífero y la marca del agua se coloca casi dos palmos por debajo de la orilla habitual.


Allí donde la corriente golpea el terruño, el río escaba solapas bajo el talud. Su oscura trinchera esconde las truchas que aguardan silenciosas el mediodía. Acaricio con los ojos el paisaje, veo verdes en mil tonos y texturas salpicados de rojo amapola. Pero hay una calma inquieta, algo va a suceder, puedo sentirlo.



Un chorro de luz rompe las ramas y levanta  brillos del agua. Alguien vuela, son ellas, las primeras dánicas del año, grandes y amarillas como ciruelas maduras. Las detengo con la mano y descansan sobre mis dedos. Aun son subimagos y han de prepararse para la muda final.


Acerco una dánica a mis moscas, ese amarillo es único, parece que no he traído ninguno parecido, así que tendré que arreglármelas con lo que llevo en la caja.
Decenas de larvas flotan en superficie y rasgan su cutícula. La corriente sólo les da unos segundos para eclosionar antes de engullirlas. Muchas consiguen elevarse y con torpeza chocan contra las ramas, las telarañas, mi chaleco o la caña. Merece la pena tomar asiento, es todo un espectáculo.




He visto una dánica al borde de unos juncos desaparecer de un bocado. Como buen peregrino bajo la cabeza y me arrodillo mientras extiendo la línea sobre la orilla. Lanzo mis moscas en un tango cerrado que gira sobre mis rodillas. Mi mosca baja nerviosa como una doncella camino del altar. Cuando el agua se rompe levanto el brazo en señal de victoria, ¡ya eres mía!



Miro a mi compañero. "Bien, pequeño saltamontes" me dice "vas aprendiendo". La sonrisa de Joaquín es cómplice, porque una trucha compartida sabe a doblete.




Al final de la tarde los imagos zascandilean sobre las corrientes para la puesta. Algunas truchas los aguardan y se lanzan sobre los descuidados. Cambio el foam por el cdc y zascandileo sobre el agua, el engaño funciona.

Salimos de Oz trepando por el talud. Nos despiden unos caballitos apostados sobre los juncos. Se colocan como una pareja de la guardia civil y mi acervo hispano me impulsa a mostrarles la licencia en un acto reflejo.


Desde el coche veo pasar carteles con el nombre de pequeños ríos camino de casa. Ninguno muestra su cauce, sólo una línea de juncos tendida en la meseta como una gran serpiente. Cada uno de ellos guarda secretas hadas volando sobre las aguas, están aquí al lado, para llegar a ellos sólo es necesario tomar el camino de baldosas amarillas.

2 comentarios:

  1. Gran relato Álvaro!!! Vosotros que podéis, disfrutad de las dánicas, que nosotros leeremos vuestras andanzas con atención.
    Saludos

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  2. Una vez más una entrada de matricula de honor... ¡¡ Te sales, pequeño saltamontes daniquero !!

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