miércoles, 5 de agosto de 2015

SOL DE MEDIANOCHE

Sumergidos en la noche, sentados uno frente al otro, Raquel lee y yo  recuento las bajas del día en la caja de moscas. La música lenta se suma al silencio denso que cubre nuestro rincón preferido del mundo, allí donde sentimos, donde somos presente.


Algunas decisiones parecen difíciles hasta que los días te golpean y la salud se desmorona. Entonces la vida cotidiana cae como una camisa vieja y te deja desnudo. Los meses insalubres hacen necesaria una vida nueva, un nuevo sueño que empuje los días, para no caer al agua como una hoja muerta que arrastra la corriente.
En el ordenador suena la cantinela que trae la imagen de Marc y Didac a la pantalla:“¿Cómo estás amigo? Tenemos una propuesta que hacerte”. 

Sorprendido, mis amigos vienen al rescate. La propuesta que acabo de recibir es una locura inalcanzable. Viajar a Islandia en medio de esta tormenta laboral y personal que me azota, es imposible de cuadrar.

Con el pecho desnudo, el amor de los que están cerca se hace aún más caliente, así que contracorriente y contra toda razón, Raquel me mira, diciendo por mí un “sí quiero” al billete de avión que con seguridad perderé. Ella sabe que sólo es imposible lo que no se intenta.
Un mes más tarde, la fortuna alineó sus astros y el billete viajaba en mi camisa nueva junto al petate y las cañas rumbo al gran norte, una vez más. 

Ríos privados, hoteles de lujo y permisos de pesca lejos de bolsillos modestos. La idea de pescar en Islandia no estaba en mi agenda, sin embargo, la revista del avión no dejaba dudas sobre nuestro destino. 


Ese lejano norte, de inviernos abominables y veranos de luz perpetua, promete peces monstruosos, apremiados a comer en un par de meses la ración de todo el año. Su apetito iba creciendo en nuestra imaginación con cada foto colgada en el perfil del guía.

El extraño alfabeto islandés mantenía en secreto el sonido de su nombre. Un apretón de manos en la puerta del aparcamiento abría una sonrisa en su blanquísima piel y asentía mientras los tres repetíamos a coro “¿Zhorstein??…  Ok, friends."

Los folletos turísticos presentan Islandia como tierra de hielo y fuego. Algo así como una bola de helado sobre un rescoldo de barbacoa. Una mezcla explosiva, que deja un paisaje de volcanes y campos de lava cubiertos de musgo y hielo. Ni un solo bosque en todo el país, y agua por todas partes, que corre alocada desde los glaciares hacia el mar en torrentes y cascadas difíciles de olvidar. 

Víveres en el supermercado y carretera por delante en un 4x4 atestado de comida reseca, moscas, latas vacías y nylon en un bazar extraño. Dejamos atrás granjas solitarias entre pastos de verano mientras el todoterreno trepa ladera arriba, vadeando terraplenes de piedra suelta.
Un pequeño arroyo marca el camino. Extrañamente, no ha llovido los últimos días y el terreno seco nos permite avanzar hasta el lago.





Bártulos al suelo y a buscar un par de metros cuadrados horizontales donde instalar la tienda. 
¿Alguien sabe qué hora es? Mi reloj marca las 22:30 hora local, pero con esta luz no es posible.
"¿Hora?" Responde el guía, “es hora de pescar”. Nervios y amnesia paralizante… ¿Dónde puse mi carrete?... por Dios!

Ante nosotros una familia de cisnes desfila con paso marcial y blanco inmaculado. Son los cisnes cantores que leía de niño en las guías de aves, ahora en directo, puedo escuchar el por qué. Una tenue brisa riza el agua, estrimers al compás y orilla por delante.


No hay respuesta, pero el aire cesa y el lago queda como un espejo. La horda de mosquitos nos ataca, pequeños simúlidos ávidos de sangre que nos vampirizan mientras vemos tímidas cebabas. El aire volverá en pocos minutos, hay que alargar el bajo y sacar lo más pequeño y negro que podamos atar. Las truchas hacen su circuito y Didac clava al fin una pequeña islandesa.
El viento vuelve, los mosquitos y las cebadas se van. Marc y yo no hemos tenido tiempo de engañarlas. Tras un nuevo intento a estrimer consultamos al guía. “Mañana será mejor” nos dice, “el lago del que os hablé está cerca”. Los tres nos miramos y asentimos: “¡Llévanos ahora!”.
¿Alguien sabe qué hora es?, mi reloj marca casi medianoche, pero con esta luz no es posible. Tienda desmontada, mochila al hombro y a patear. El coche queda atrás como una imagen extraña, la luz de la tarde se ha congelado. Ascendemos por la ladera botando sobre el grueso colchón de musgo y líquenes que agota los músculos como una vía de nieve.


 
 

No paramos de echar la vista atrás, no hay referencias, sólo lagos, tundra y las cumbres de viejos volcanes cubiertas de nieve. Seguimos al guía como único camino en medio de este paisaje desolado y abrumadoramente hermoso.
Zarapitos, agachadizas y chorlitejos nos salen al paso. Ninguno duerme, la luz permanente les mantienen activos 24 horas al día, corriendo y chillando sin parar para proteger a sus pollos.
 
Lagos pequeños, medianos, pero ninguno es nuestro destino. Sólo cuando el sol enrojece con el color de un animal desollado alcanzamos el final. 
“Aquí es, comenzad a pescar. Cinco lances y caminar diez metros a vuestra derecha” 
Disciplina y fe al más puro estilo salmonero.

Lanzamos bajo un cielo de fuego que acelera los nervios y enrojece las aguas. Ya sé qué hora es, es la hora del sol de medianoche. En el reloj las 2 de la madrugada, en el aire la luz perpetua del verano en el círculo polar. Quedan semanas por delante en que la oscuridad no regresará ningún atardecer.


Quedan abolidos los horarios, no hay día ni noche, sólo hora de pescar, de comer o de dormir. El cuerpo marcará el horario y pedirá lo que sea de su gusto. Pescar sin horario, comer sólo por hambre y dormir sólo por sueño. Elemental y primario, natural y libre, VIVIR en el sentido más sencillo de la palabra.
Instalamos el campamento con la tranquilidad de que todas las aguas son potables y no hay más visita que la de algún granjero local que sube a por pescado cada 4 o 5 años.
Agotados, nos rendimos al sueño en pleno sol.

Unas horas más tarde nos despierta el chirrido estridente de los charranes. Son charranes árticos, un ave mítica para cualquier ornitólogo. Este pequeño pájaro realiza migraciones anuales nada menos que de polo a polo, aprovechando el verano ártico y el antártico, sin conocer el invierno ni la noche.


Desayuno rápido y al tajo. Hay mucha faena por delante, kilómetros de orilla por recorrer y mucho lago que pescar. Un viento de más de 60 km/h levanta un oleaje casi cantábrico. Lanzar es una odisea que el guía solventa con pericia envidiable. Su constancia es el yunque que desgasta los martillos y la esperanza a la que se aferra nuestra fe.

Las orillas se retuercen sobre el agua, dejando solapas donde se esconde el almuerzo de los peces. En España los espinosos son peces de distribución puntual y raros de ver, aquí son peces pasto y el principal alimento de las truchas. La curiosidad me puede y capturo un puñado. Las hembras destacan por su abultado vientre blanco repleto de huevos. Ahora entiendo la importancia del marabú blanco en los estrimers del guía.

 


La belleza de esta infinita soledad nos silencia. Atrapamos pequeños pedazos de ella en nuestras cámaras y nuestros ojos, que se ven desbordados. La pesca ocupa muchas horas al día y cuando la voluntad flaquea, buscamos un lugar a solas donde contemplar el cielo cambiante, el sol detenido y las pequeñas flores que se atreven a flotar en este océano de musgo.
Increpados por decenas de aves, torturados por un viento furioso, las montañas se iluminan y nos ignoran. Somos polvo efímero en el eterno paso del tiempo.


 
 
Tras varios días pescando incansables todos los lagos cercanos, castigados por ese viento permanente que rompía el sueño y amenazaba con arrancar la tienda de cuajo, no hemos tenido suerte. Sólo el guía ha conseguido estrenarse capturando una “de las pequeñas".

 

 
 

La pesca aquí es abundante, pero como en cualquier otro lugar también es caprichosa y depende del azar de los días. Nuestra pequeña ventana de tiempo en estos lagos secretos, olvidados y de truchas monstruosas se ha esfumado. Con ese gesto frío e inmutable que domina el semblante nórdico, nuestro guía da por terminado nuestro tiempo aquí. Bajamos de nuevo al valle, observados por esas ovejas solitarias que se mueven como fantasmas.




Islandia tiene poco más de 300.000 habitantes. De ellos, unos 1.500 trabajan en verano como guías de pesca. El invierno con sus 22 horas de noche templa el carácter de esta gente, acostumbrada a apretar los dientes frente a condiciones extremas. Si sobrevives a las tasas de alcoholismo y de suicidio más altas de Europa, el verano te dará un respiro con días de luz eterna para vivir fuera de casa todo el tiempo posible.
Laderas con fumarolas de azufre, manantiales hirvientes sobre los prados y ríos con cascajeras de morrena hablan de deshielos y volcanes. Fuego y hielo luchando por imponerse desde el principio del mundo.

 

  
 
Los ríos del valle son estrechos y profundos. Cuando el viento cesa las truchas emergen comiendo en superficie, son minutos escasos y apenas nos da tiempo a poner la clásica black gnat que sigue triunfando por estas aguas. Levanto bandera blanca y me rindo, toca ninfear.


  



El viaje se acaba pero el sol permanece. Tumbados en la hierba, Marc y Porrsteinn comparten viajes, gustos y sueños. Sus veinte años recién cumplidos son los años que Didac y yo tenemos de más, pero este hambre de pesca, de risas y de espacios abiertos nos iguala.

 

Barbudos y sucios caemos agotados en el asiento del avión.
Volvemos casi sin aliento, quizá porque el aire mediterráneo ha dejado nuestros pulmones y se ha unido al norte en un solo viento, soplando libre bajo el sol de medianoche.